Crónicas de un Interrail accidentado II

Ante la expectación creada, aquí os dejo la segunda entrega de esta crónica.



Cuando se hizo de día, llegamos a Varsovia. Estábamos tan emocionadas, que incluso la paupérrima estética de la ciudad nos enamoró. Pero su escaso casco antiguo y su excesivo recordatorio judío, nos hicieron poner rumbo a Cracovia.

Después de dejar nuestras pertenencias, que consistían en un par de mudas, una camiseta y un pantalón, en nuestra acogedora habitación de orfanato (7 euros con desayuno) a compartir con un sueco en fase Terminal de tuberculosis, 2 nutrias rumanas con las cuales Sara tuvo un encontronazo nocturno, y peñita varia, nos adentramos en la bella y misteriosa Cracovia. La cuidad además de ofrecer un incomparable marco histórico, cuenta con un fantástico ambiente nocturno por el cual nos dejamos envolver.


A la mañana siguiente, después de comprobar que las rumanas se habían terminado la Nocilla, nos fuimos a dar un agradable paseo por el barrio judío, sólo interrumpido al encontrarnos con el café más encantador del mundo, donde empleamos el resto del día conversando con un Americano y un loco Irlandés que acabaron ofreciéndonos trabajo en su ONG, que consistía en llevar todoterrenos desde Rusia hasta Etiopía; sobra decir que aceptamos.


Al día siguiente y después de una irremediablemente obligada visita a Auschwitz, salimos espantadas a tomar el famoso tren nocturno a Budapest. Habíamos oído hablar tanto de ese tren que estábamos preparadas para cualquier cosa, pero no para que un grupo de devotas de los Take That húngaros nos despertara diciéndonos que nos habíamos pasado de parada.


Sin pensarlo, nos bajamos en la siguiente parada que era un apeadero en la frontera con Ucrania, donde una amable lugareña nos indicó, por el universal idioma de los signos, dónde teníamos que coger el siguiente tren para Budapest, donde finalmente llegamos.

Nadie nos había avisado que el subsuelo de tan bella ciudad estaba infestado de revisores sedientos de sangre inocente, y aunque intentamos por todos los medios colarles el billete de Interrail, acabamos pagándole el tratamiento de cera a una revisora que se depilaba las cejas pero que pensaba que el bigote era “in”.


En esta ocasión el albergue estaba regentado por un reconocido alcohólico que no se perdía ninguna fiesta de sus inquilinos. Budapest nos enamoró, la vista al atardecer desde una almena del Bastión de los pescadores, con el Danubio y Pest a nuestros pies, mientras un viejo rockero tocaba “Casablanca” con su guitarra, nos enterneció tanto que bajamos las escaleras dadas de la mano.

Continuará...



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